Por Diego Martín Gámez
Concentraba sus energías en la entrepierna y sus ojos miraban fijamente la ventana. Iba y venía, iba y venía. En el cuarto había un cuadro enorme con un cristo, de esos pintados con la imagen de Dios como si fuera actor de cine, al estilo Mel Gibson. En estos momentos, pensaba, la imagen le resultaba francamente molesta, belicosa, acosadora.
Su palma no buscaba cocos, solo subía y luego bajaba sobre el tallo mientras su mirada intentaba no cruzarse con la mirada del hijo del señor. Esa miraba penetrante y luminosa que en estos momentos le parecía insultante e iracunda, pero singularmente estimulante.
La ventana se desvaneció por instantes y sus ojos tuvieron que cerrar mientras sus músculos descansaban y el venero derramaba la pureza de su espíritu. Vio la luz divina.
Todo a los ojos del hijo del señor.
Al día siguiente, como cada domingo, ofició la misa de las 8.
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