Por Diego M. Gámez Espinosa
La frase que nos dicen frecuentemente nuestras madres cuando se molestan por cosas que decimos y que contravienen las reglas en casa: “tu solo hablas por hablar”; es generalmente un error que no resolvemos en lo inmediato, pero que en ocasiones nos creemos.
En realidad nadie que haya nacido con la capacidad de pensar y desarrollar un lenguaje, una lengua y el proceso de fonación, habla por hablar. Todos con esas capacidades pensamos lo que decimos por una razón: los seres humanos podemos darle significado a las cosas.
Ya Platón y Aristóteles, uno naturalista y otro convencionalista, hace siglos se refirieron a una “cosa que representa a otra cosa. Es decir, lo que está en lugar de otra cosa y que hace sus veces”. Un concepto que los humanos usamos a diario, pero que al analizar nos resulta tan complejo: el signo.
Si en un concurso de conceptos, tuvieran que elegir al más complejo e importante, el signo sería el ganador, puesto que gracias a él podemos construir nuestros contextos culturales y entender nuestro entorno humano y hasta natural.
Gracias al estudio que del Signo también han hecho, entre muchos, Humberto Eco, Bertrand Rusell o Ferdinand de Saussure, hoy podemos entender, por ejemplo, por qué una oblea en la feria es una oblea y en la iglesia es “la carne de Cristo”.
Una comunidad como la católica ha decidido, mediante una convención lingüístico-social, que la oblea represente la carne de Cristo dentro de la Iglesia y en contextos específicos, así el objeto real de la feria o la cocina, toma un nuevo significado dado socialmente por un grupo de personas que han llegado a ese acuerdo: una cosa que representa a otra cosa, igual que la letra, la palabra o incluso el sonido.
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