Por Diego Martín Gámez
No hace mucho que comencé a pensar seriamente que nada de lo que me propongo funciona. Parece que la vida me tiene encerrado en una vorágine de pensamientos negativos. Busco alcohol, tiempo para perder y un montón de amigos tontos que siempre hacen lo mismo durante horas y horas: tomar hasta embrutecerse. Muchos lo hacen así en la ciudad.
Anoche volví a pelear con mi madre y nuevamente -porque ya lo había dejado- regresé con esos amigos, los mismos con los que siempre pasa lo mismo, a hacer lo de siempre. Parece que todos esperamos la muerte. Pero esta jija no se inclina por ninguno de nosotros.
Después de un par de días esperando que nos tocara la despedida fatal entre alcohol de a diez pesos, regreso a casa cansado, con cruda, desvelado, casi muerto y mi madre me ha dejado un recado por el único medio mediante el cual me puede contactar: el mensajero de mi face. "Hijo, ahora que vine a ver a tu tía por aquello del golpe que se dio en la rodilla, tu abuela murió. La dejamos desayunada y cuando regresamos del doctor, estaba muerta en su cama, como dormida".
Intento reaccionar para ir al velorio. Me cambio y estoy por salir para tomar un taxi. Abro la puerta y mi madre esta parada frente a mi. "Iba a tocar", me dice desencajada. "Ya terminó todo", murmura asertiva con la vista en el piso mientras entra a la casa. Cierro la puerta. El olor a alcohol que emana de mi boca me recuerda crudamente quien soy en este instante.
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