Por un asiento
Por Diego Martín Gámez
Una mujer de complexión
robusta, nalgas prominentes, pelo rizo a media espalda, en tenis blancos,
pantalones ajustados y un busto grande en altas, está hablándole fuerte a un soñoliento
hombre en sus 70 o 75 años sentado a un lado de la puerta en uno de los vagones
centrales del metro en la Ciudad de México. Las personas alrededor, hombres
jóvenes y mujeres de varias edades la observan vociferando de forma
descontrolada.
Están por dar la 9 am
en el trayecto que corre de Pino Suárez a Chapultepec y ya hay un problema
mañanero por un asiento en el metro. La mujer está gritando que esos lugares
son para las “damas”, pero pasa por alto que el señalamiento también implica a
mujeres embarazadas, personas de la tercera edad y personas con alguna
capacidad diferente. La persona sentada en el lugar que la mujer pretende
ocupar es justamente una que cumple con alguna de esas características.
Casi dormido, el hombre
comienza a despertar ante los gritos. Apenas han pasado algunos segundos desde
que la mujer está gritando y él se ve sorprendido; comienza a mover la cabeza
de lado a lado, desorientado, hasta que se percata que él es el centro de los
lamentos. Finalmente centra su mirada en la mujer que no deja de hablar
exaltada sobre los motivos que tiene para que le cedan el lugar.
Sana, fuerte, con una
voz clara y potente, la mujer incluso comienza a señalar al señor que baja su
mirada y nervioso comienza a acomodar sus cosas para levantarse. Lleva consigo
dos morralitos con plantas en macetitas de barro que están recargadas en sus
piernas. Toma las asas de su bolsita de ixtle y se las pasa por el cuello. Está
resignado a ceder el espacio y evitar el griterío desenfrenado que continúa
infatigable.
¡No se pare! El hombre
busca el origen de ese grito. ¡Usted no tiene por qué pararse, esa mujer está
loca!, dice está chava que interviene en defensa del vendedor de plantas. A
ella le siguen varias voces, la mayoría de féminas, que se escuchan en favor de
él. La que se quiere sentar se nota perturbada por unos segundos, pero más
veloz que un piano al caer por una ventana a cinco pisos del suelo, comienza a
gritar histérica: ¡no se metan pinches viejas metiches!
El señor confundido se
queda sentado. El tema ya ha pasado de ser uno entre él y ella, a uno entre
ellas y ella. Todo mundo grita, pero nadie a favor de la señora que se quería
sentar. ¡Ya siéntese señora!, grita un tipo con evidente ironía. ¡Pinche vieja
loca!, remata. El griterío y las ofensas van y vienen vertiginosas, fáciles y
muy ofensivas. La mujer que se quería sentar ya no sabe a quién contestarle,
porque son muchas personas las que ahora ya hicieron suyo el pleito por un
asiento en el metro.
La mujer que comenzó
con los reclamos en Pino Suárez está muy alterada y sigue lanzando vituperios
al por mayor, pero de repente otra se le pone de frente y la reta: ¡o te callas
o te bajas hija de tu puta madre! La primera gritona le contesta con fuerza y
totalmente decidida: ¡bájame si puedes pendeja! Están a punto de los golpes
cuando la puerta del metro se abre en Isabel la Católica.
Los chillidos se
escuchan por toda la estación y la gente en otros vagones asoman la cabeza para
ver qué está pasando. Tres policías se acercan ante la enorme bulla, las
leperadas y los gritos: ¡que se baje, que se baje! El metro está detenido. El
pleito aún no se termina y ya ha entrado un poli para saber qué está
ocurriendo. Se entera de volada. Todo mundo entre gritos le dice lo que está
ocurriendo. ¡Mejor bájela, está bien pinche loca la pendeja!, dice eufórico un
chavo que ha estado totalmente involucrado en el pleito en los últimos minutos.
El policía intenta
hablar con la mujer que comenzó el altercado y le pone la mano en el hombro
para indicarle que es mejor que baje. ¡No me toques hijo de tu puta madre!,
brama enfurecida y con eso se pone la soga al cuello de inmediato.
¡Que se baje, que se
baje, que se baje!, comienza el coro en conocida cadencia. Después de ser
insultado el policía ya ha tomado una decisión y la mujer enfurecida lo sabe. Se
tendrá que bajar. Ya está resignada y han entrado al vagón dos policías más que
le piden que salga del metro.
¡Pinches muertos de
hambre! ¡Hijos de la chingada!, sentencia la mujer mientras sale del vagón
acompañada de tres policías. La muchedumbre corea con risas y hurras la salida
de la señora. Le avisan al conductor que el tema está controlado y se escucha entonces
el típico timbre de cierre de puertas en los vagones. El metro está por seguir
su recorrido después del zafarrancho. Todavía hay murmullos de la gente: ¡qué
vieja tan pinche loca!
El metro reinicia su
andar. El hombre sentado en el lugar en disputa se relaja. Acomoda nuevamente
sus cosas y voltea a su derecha para decirle bajito a un joven que va sentado
junto a él: tanto escándalo por un asiento. El joven lo mira antes de responder
y en seguida sentencia: en el metro de la ciudad de México podemos matarnos
casi por cualquier cosa.
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