domingo, 26 de mayo de 2024

Crónicas De a Metro

Reflejos

Por Diego Martín Gámez

 

Una mujer desesperada grita en el metro. Se ha quedado prácticamente sola mientras la gente se mueve a los extremos. Hemos avanzado algunas estaciones y la situación es desesperante. Apenas puedo creer lo que veo.

Hubo partido. Lo se porque regresan varias personas con banderas de colores amarillo y azul. No soy nada proclive al fútbol, pero reconozco las banderas de América y Cruz Azul, porque los medios se han encargado de ponerlas por doquier. Estamos pasando del tren ligero a taxqueña en la línea azul, una de las más concurridas.

Los vagones se acercan y la gente se prepara para subir. El tren viene vacío, de ahí sale a Cuatro Caminos y cruza el centro. Se abren las puertas de los vagones naranja y subimos todos. No han quedado lugares y me quedo parado junto a la puerta porque en pocas estaciones bajaré. Voy en los carros del centro, mujeres y hombres convivimos en ellos, contrario a lo que generalmente pasa con los primeros vagones en los que van solo mujeres y niños.

Hemos avanzado 3 o 4 de las 24 estaciones que tiene esa línea. Yo bajaré en zócalo, así que aún me faltan algunas. Voy viendo por la ventana pasar las estructuras de los túneles y en ocasiones veo luces, pero también puedo ver el reflejo que la ventana hace de los que vamos dentro. Llevo un par de audífonos y escucho piano. Me tranquiliza.

Mi distracción es mayúscula; vengo absorto en mis pensamientos y sigo con la mirada perdida en lo negro de los túneles. De cuando en cuando veo gente bajar y subir mientras pasamos por una estación. Seguimos recorriendo estaciones. Mis ojos siguen sobre la ventana cuando el reflejo me saca de mi ensimismamiento. Veo en el reflejo que gente ha comenzado a retraerse y pese a que aún falta para llegar a la siguiente estación, se aglomeran por el área en la que me encuentro. Me quito los audífonos. Una mujer grita desesperada.

Ahora estoy totalmente concentrado en los sonidos y busco saber qué está pasando. Pese a la multitud ahí aglomerada, puedo ver claramente que un espacio grande del vagón se ha quedado vacío. Siguen los gritos perturbadores de la mujer, pero no la veo. El murmullo de la gente pasó de eso a un griterío leve, muy sonoro, pero no tanto como los gritos de ella.

“Eres una imbécil, una pendeja. Deberías morirte, es lo único que mereces poca cosa” Hay momentos en los que no se entiende lo que dice, pero grita de una manera desgarradora. He logrado moverme y por fin veo a la mujer de la cual salen vituperios y palabras altisonantes. Se ha quedado sentada sola de frente, a los lados, y su mirada está clavada en la ventana. ¿A quien le grita? Lo que hay fuera es el túnel, pienso.

Estoy muy confundido, pero luego de unos segundos finalmente entiendo lo que está pasando, porque lo único que la mujer puede ver en la ventana es su reflejo. Le está gritando a su reflejo, se está gritando a si misma y lo hace con coraje, con odio y desesperación: “no puedo creer que seas tan pendeja, maldita”. No ha insultado a nadie más, solo grita desesperada a su reflejo, pero la gente tiene miedo, al menos la mayoría.

Algunos ríen y no entiendo por qué lo hacen. Está loca, dicen, y puede ser peligrosa. La mujer entre gritos ahora le pega a su reflejo con la frente repetidas veces. ¿Qué debe estar pasándole a esta mujer para actuar así? ¿Qué les hacen las ciudades como éstas a las personas?

Los gritos siguen, las puertas se abren en la estación en la que bajo y al cruzar la puerta veo entrar a un policía que han llamado algunas de las personas que bajaron antes que yo. Me quedo parado frente a la ventana en la que la mujer sigue gritando a su reflejo y ahora puedo ver completamente su cara, su aspecto desesperado y sus ojos perdidos.

Es una mujer de mediana edad, unos 45 años, con el pelo quebrado, negro, hasta los hombros. Va maquillada, pero no mucho, aunque el rubor es de un rojo intenso. Puedo verle los dientes, blancos y grandes, porque sigue gritando. Incluso veo su lengua y por su puesto su nariz, cuyas fosas nasales están abiertas, enormes. Está llorando, hay surcos de agua con sal sobre el maquillaje de los pómulos. Me parece un episodio lóbrego.

Las puertas del vagón se cierran y el tren inicia su marcha. Aún alcanzó a ver al policía acercarse a la mujer y comenzar a hablar con ella, pero actúa como si no lo escuchara. Sigue gritando. Él la toma del hombro. Ella le da un manotazo si dejar de gritar a la ventana. Ya no alcanzó a ver más; el tren se va y me quedo parado viéndolo alejarse. Alguna vez he hablado con mi reflejo en el espejo, pienso. Es domingo en el metro.

 

 

 

 

 

 

 

miércoles, 15 de mayo de 2024

Crónicas De a Metro

 

Reglas por vagón

Por Diego Martín Gámez



Llevo mucha prisa. La verdad es que salí tarde de la casa y he aprendido que si no tomo el metro a cierta hora, los retrasos comienzan y llegaré tarde al trabajo. Son las 8 16 am y tengo que estar en punto de las nueve en la oficina. Se perfectamente que me toma una hora llegar en metro -a veces menos-. Son varias estaciones y un transbordo en la línea naranja. No llegaré si no me apuro.

Cuando llego al área de vagones hay mucha, mucha gente. Abundan los olores, unos más fuertes que otros y todos sumamente penetrantes. El perfume mañanero se mezcla con el olor a ropa guardada, tenis sudados, axilas mojadas, aires estomacales fugaces. El aire corre poco y el calor abraza fuerte.

Estoy tan apurado que, a pesar de notarlo, no le doy importancia a las filas que la gente hace antes de la raya amarilla y me plantó en un hueco hasta delante. Nadie dice nada y a mis costados hay más hombres que mujeres. Estoy parado para subirme a los vagones centrales. La gente espera y comienza a soplar un airecito. Algunos se preparan y por eso noto que ese airecito indica que el tren ya se acerca -dependiendo de la dirección de la que proviene el aire, puedes saber si se trata del tren de tu lado o del tren que pasa del otro lado-.

Ya viene el tren, se ven sus luces blancas y rojas al frente. Se escuchan sus estructuras y la conductora toca el pito característico de “voy llegando, apártense”. La gente en las filas ahora se amontona como moscas al estiércol. Muchos tienen tanta experiencia que saben perfectamente en donde se abrirá la puerta del vagón en el que van a subir.

Tengo suerte y la puerta del vagón que me toca se para frente a mí y otros que estamos justo ahí. Oigo en mi mente campanas de éxito. Llegaré temprano al trabajo porque a pesar de salir tarde de la casa y de ser hora pico en el metro, podré entrar al vagón. Me siento comprimido, mi mochila está en mi mano derecha entre las piernas del señor que está atrás de mí, pero tomaré el metro a tiempo para llegar a la oficina. Estoy sonriendo. ¡Qué suerte la mía!

El tren se detiene al fin y estoy justo frente a la mitad de las dos puertas que se abren. “Antes de entrar, permita salir” dice justo arriba de la puerta. Me preparo para dejar salir, pero sin perder el lugar que llevo a penas unos tres o cuatro minutos cuidando. La puerta por fin se comienza a abrir y no ha terminado el proceso cuando el tipo a mi lado derecho me taclea con una fuerza brutal. Me pega en el hombro con el suyo y con el golpe me tambalea tanto que salgo del grupo que quiere entrar. Casi me caigo.

El primero que sale del vagón, sin haber entrado, soy yo y ya no tengo posibilidad de entrar. Me quedo fuera como otros más que no han conseguido su ingreso. Aún hago un esfuerzo por entrar. “No voy a llegar si espero al siguiente”, pienso, y me acerco intentando meterme, pero es imposible. El vagón quedó como intestino estreñido de cuatro días.

La conductora intenta cerrar las puertas varias veces luego del pitido que anuncia la retirada, pero las vuelve a abrir de manera intermitente porque hay gente prácticamente en los rieles de la puerta. Los de afuera empujan hacia dentro a los que han quedado en esa posición, hasta que por fin las puertas se cierran con seguridad. El tren entonces comienza a avanzar lentamente y veo ir la última oportunidad de llegar a tiempo al trabajo.

Me sobo el hombro, ahora tendré tiempo de eso y de pensar qué chingados pasó. ¿Por qué me pegaron? Tengo frustración y estoy muy enojado con el culero que me empujó. Ni siquiera tuve tiempo de verlo, de gritarle, de desquitarme. Todo ha pasado muy rápido y quedo humillado, madreado y sin posibilidad de llegar a tiempo.

Son las 8 20. Rápidamente se comienzan a nutrir nuevamente los espacios. La gente comienza a hacer fila atrás de la raya amarilla, más o menos frente a donde creen que quedará la puerta del vagón del próximo tren. ¿Cuánto tiempo tardará el otro? ¿Me dará aún tiempo?, pienso.

Sigo sin notar “la regla”, mi mente provinciana no ha caído en cuenta. Estoy ensimismado con el golpe en el hombro y con el coraje de ni siquiera saber quién fregados me pegó con tanta brutalidad. Un hombre que ha visto todo me saca del torbellino que tengo y me dice con cierto aire de superioridad: fórmese para que no le vuelva a pasar.

Ningún vagón tiene una leyenda con esa información. Ningún policía te lo dice. No hay un documento, como esas leyendas de que el metro está cerrado de tal a tal estación por x motivo al entrar. No, no lo sabes, pero lo aprendes a putazos.

Llegaré tarde al trabajo. Pienso que aquellos que se fueron en el tren anterior, y claramente ese que me empujó, me ven como el viejo gandalla que recibió su merecido. Pero ¿cómo saberlo? ¿Por sentido común? ¿Hay sentido común en el metro? Llevo algunos días en la ciudad. Tengo reservas.

Me vuelvo a sobar el hombro. Me recupero del incidente. Agradezco al tipo de la frase “fórmese para que no le vuelva a pasar” y me formo resignado.

El próximo tren se acerca, ya siento el airecito y no es el de la flor blanca de la Virgen de Guadalupe.

Son las 8 22 am.