Reflejos
Por Diego Martín Gámez
Una mujer desesperada grita en el metro. Se ha quedado prácticamente
sola mientras la gente se mueve a los extremos. Hemos avanzado algunas
estaciones y la situación es desesperante. Apenas puedo creer lo que veo.
Hubo partido. Lo se porque regresan varias personas con
banderas de colores amarillo y azul. No soy nada proclive al fútbol, pero reconozco
las banderas de América y Cruz Azul, porque los medios se han encargado de ponerlas
por doquier. Estamos pasando del tren ligero a taxqueña en la línea azul, una
de las más concurridas.
Los vagones se acercan y la gente se prepara para subir. El
tren viene vacío, de ahí sale a Cuatro Caminos y cruza el centro. Se abren las
puertas de los vagones naranja y subimos todos. No han quedado lugares y me
quedo parado junto a la puerta porque en pocas estaciones bajaré. Voy en los
carros del centro, mujeres y hombres convivimos en ellos, contrario a lo que
generalmente pasa con los primeros vagones en los que van solo mujeres y niños.
Hemos avanzado 3 o 4 de las 24 estaciones que tiene esa
línea. Yo bajaré en zócalo, así que aún me faltan algunas. Voy viendo por la
ventana pasar las estructuras de los túneles y en ocasiones veo luces, pero también
puedo ver el reflejo que la ventana hace de los que vamos dentro. Llevo un par
de audífonos y escucho piano. Me tranquiliza.
Mi distracción es mayúscula; vengo absorto en mis
pensamientos y sigo con la mirada perdida en lo negro de los túneles. De cuando
en cuando veo gente bajar y subir mientras pasamos por una estación. Seguimos
recorriendo estaciones. Mis ojos siguen sobre la ventana cuando el reflejo me
saca de mi ensimismamiento. Veo en el reflejo que gente ha comenzado a retraerse y pese a que aún
falta para llegar a la siguiente estación, se aglomeran por el área en la que
me encuentro. Me quito los audífonos. Una mujer grita desesperada.
Ahora estoy totalmente concentrado en los sonidos y busco
saber qué está pasando. Pese a la multitud ahí aglomerada, puedo ver claramente
que un espacio grande del vagón se ha quedado vacío. Siguen los gritos
perturbadores de la mujer, pero no la veo. El murmullo de la gente pasó de eso
a un griterío leve, muy sonoro, pero no tanto como los gritos de ella.
“Eres una imbécil, una pendeja. Deberías morirte, es lo
único que mereces poca cosa” Hay momentos en los que no se entiende lo
que dice, pero grita de una manera desgarradora. He logrado moverme y por fin
veo a la mujer de la cual salen vituperios y palabras altisonantes. Se ha quedado
sentada sola de frente, a los lados, y su mirada está clavada en la ventana. ¿A
quien le grita? Lo que hay fuera es el túnel, pienso.
Estoy muy confundido, pero luego de unos segundos finalmente entiendo
lo que está pasando, porque lo único que la mujer puede ver en la ventana es su
reflejo. Le está gritando a su reflejo, se está gritando a si misma y lo hace
con coraje, con odio y desesperación: “no puedo creer que seas tan pendeja,
maldita”. No ha insultado a nadie más, solo grita desesperada a su reflejo,
pero la gente tiene miedo, al menos la mayoría.
Algunos ríen y no entiendo por qué lo hacen. Está loca, dicen,
y puede ser peligrosa. La mujer entre gritos ahora le pega a su reflejo con la
frente repetidas veces. ¿Qué debe estar pasándole a esta mujer para actuar así?
¿Qué les hacen las ciudades como éstas a las personas?
Los gritos siguen, las puertas se abren en la estación en la
que bajo y al cruzar la puerta veo entrar a un policía que han llamado algunas
de las personas que bajaron antes que yo. Me quedo parado frente a la ventana
en la que la mujer sigue gritando a su reflejo y ahora puedo ver completamente
su cara, su aspecto desesperado y sus ojos perdidos.
Es una mujer de mediana edad, unos 45 años, con el pelo quebrado, negro, hasta los hombros. Va maquillada, pero no mucho, aunque el rubor es de un rojo intenso. Puedo verle los dientes, blancos y grandes, porque sigue gritando. Incluso veo su lengua y por su puesto su nariz, cuyas fosas nasales están abiertas, enormes. Está llorando, hay surcos de agua con sal sobre el maquillaje de los pómulos. Me parece un episodio lóbrego.
Las puertas del vagón se cierran y el tren inicia su marcha.
Aún alcanzó a ver al policía acercarse a la mujer y comenzar a hablar con ella,
pero actúa como si no lo escuchara. Sigue gritando. Él la toma del hombro. Ella le da un manotazo si dejar de gritar a la ventana. Ya no alcanzó a ver más; el
tren se va y me quedo parado viéndolo alejarse. Alguna vez he hablado con mi
reflejo en el espejo, pienso. Es domingo en el metro.